Porque voy por la vida disfrazado de beligerante, puedo hablar de la
soledad sin empacho e incluso con cierta agradecida y dolorosa ilusión.
Camilo José Cela
En la
pequeña, pero valiosa biblioteca de mi madrina Marcia (Ella era una directora muy
querida de un colegio) encontré los veinte tomos de la enciclopedia Mi Tesoro. Por aquellas épocas, yo era
un adolescente aficionado a la lectura. En las páginas de esta enciclopedia
hallé las biografías de muchos genios (filósofos, matemáticos, escritores, científicos,
entre otros). Sin embargo, la vida de los escritores fue lo más me deslumbraron.
Así, leí las breves biografías de casi todos los grandes escritores españoles y
una pequeña muestra de sus respectivas obras. De aquellas apacibles lecturas recuerdo
a Garcilaso de la Vega, Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo, Luis de Góngora,
Miguel de Unamuno, Federico García Lorca.
Un buen día, leí maravillado en un diario dominical que un premio nobel
llegaría de visita a Lima. Este nobel era Camilo José Cela, un escritor español.
Ahora yo no había leído ninguna obra de este autor. Lo que me interesaba
entonces era conocer a un señor que había recibido este famoso premio. Para
entonces cursaba yo el quinto de secundaria. Entonces, emocionado tomé la
decisión de conocer en persona a un premio nobel, pues, en mi imaginario de
adolescente un nobel era una persona especial, genial, única. Tenía que
aprovechar esta maravillosa ocasión, porque así nomás una persona común y
corriente no tiene la oportunidad de conocer en persona a un premio nobel y no
podía dejar de pasar este hecho histórico para mí.
Ahora no era fácil este deseo, pues yo cursaba el quinto de secundaria
en un hermoso y mágico pueblito, enclavado entre la cordillera oriental de los
andes e inicios de la selva alta. Vivía allí con mis maravillosos abuelos. Mis
padres y hermanos vivían en Lima. Entonces tenía que convencer del propósito de
mi viaje a mis abuelos. Les expliqué los detalles y el motivo de mi empresa
personal. Mi abuelo Juan aprobó el itinerario sin ninguna objeción. Y me
ofreció, generoso como siempre, el dinero para el pasaje y la comida durante el
viaje. Además, una vez que arribara a
Lima iría a la casa de mis padres, pues era mi casa también. Camilo José Cela
llegaría a la capital unos dos días después de la noticia publicada en el diario. Entonces, un día
antes de que llegara a Lima me embarqué rumbo a esta ciudad. Es un viaje de más
o menos 12 horas en ómnibus. Ahora el viaje era algo cotidiano para mi caso,
pues me trasladaba con frecuencia a Lima. Mis padres vivían en la capital y yo
con mis abuelos en provincia. Entonces podía pasar una temporada en Lima y otra
en provincia. Así que el viaje en sí no fue nada especial, lo que sí era
especial era el motivo. Pues era conocer a un premio nobel.
Cuando llegué a Lima y aparecí en la casa de mis padres. Ellos en lugar
de alegrarse de verme, me reprocharon. Me dijeron que a qué venía en plena
clases en el colegio. Les expliqué que venía enviado por el colegio para
conocer a un escritor, premio nobel, y luego presentaría un informe en el
colegio. Por supuesto, mi madre no me creyó. Ahora, en el recorte del periódico
que llevaba conmigo, releí que el escritor Camilo José Cela visitaría una serie
de lugares e instituciones en Lima durante su estadía de un día en la capital
peruana. Entonces, tomé nota de su presencia en la Casona de la gloriosa
Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Lugar que yo conocía. Sabía que el
escritor español asistiría a la Casona a las 10 de la mañana. Pues San Marcos
le investiría como doctor honoris causa; además Cela iba a donar una cantidad
valiosa de libros a la Biblioteca España (esta biblioteca se hallaba en la Casona).
Entonces, planifiqué al detalle mi arribo a las 9 a.m. a la Casona y ubicarme
en un lugar preferencial para conocer al
escritor español. Esa mañana, mi madre me sirvió un buen desayuno y me embarqué
desde el distrito de Independencia rumbo a la avenida Abancay, al parque
Universitario. Más o menos arribé, abrigado de emoción, a la Casona, como a las
9 a.m.
Pensaba que yo sería uno de los primeros asistentes, pues la ceremonia
de reconocimiento al nobel empezaría a las 10 a.m. Felizmente ingresé con
facilidad a la Casona, pero en el interior, en el primer patio se hallaba mucha
gente. Pregunté donde se presentaría el nobel. Me dijeron en el auditorio, en
el siguiente patio. Me abrí paso para ganar un lugar, si fuera posible un
asiento en el auditorio. Cuando llegué al segundo patio había más gente. Una
buena cantidad de ellos elegantes y bastante mayores. Reconocí al poeta
Washington Delgado entre ellos, pues lo había conocido leyendo una entrevista
que se publicó en el diario conservador, El Comercio.
Cuando llegué a la puerta del auditorio observé que el interior se
hallaba colmado de público. Me acerqué a la puerta, a ver si podía pasar. Los
señores encargados del control de ingreso, unos tipos con ternos, me dijeron si
tenía invitación. Como no los tenía me dijeron que no podía pasar. Además ya no
había espacio. En efecto, la gente había llegado temprano para asistir a esta
magna ceremonia. La gran mayoría de los asistentes que se hallaba en el
auditorio pertenecía a la élite académica y literaria de San Marcos.
Me aparté del gentío, preocupado. Haber venido de tan lejos para no ver
al nobel me angustiaba. Era ya las 10 a.m. y el escritor todavía no llegaba,
entonces me dije al menos lo veré pasar. Así que mientras esperaba el paso de
Cela, busqué un asiento. En los pasadizos de la Casona no había asientos y si
los había ya estaban ocupados. Además quien me podía ceder un asiento, a un
escolar extraviado en una ceremonia de intelectuales. Así, triste me asomé a la
puerta de la Biblioteca España que se hallaba en el primer patio de la famosa
casona sanmarquina. Pues estaba abierta y se veía en su interior las clásicas
mesas y sillas de biblioteca. Ingresé. Un señor bajito, de canas y de aspecto
afable me contestó el saludo. Le dije que venía a conocer al premio nobel y que
lamentablemente ya no había espacio en el auditorio. El señor de canas trabajaba
en esta biblioteca y me dijo: “ves esos libros (en el medio del ambiente de la
biblioteca se hallaba unas centenas de libros nuevos exhibiéndose en pulcras mesas).
Esos libros los trajo el nobel y los va a donar a la Universidad”. Entonces,
Cela al final de la ceremonia del auditorio ingresaría a este ambiente a
entregar personalmente los libros a las autoridades de la universidad. Y seguramente
tendría cara de angustia por conocer al nobel, que el señor me palmeó el hombre
y me dijo que me sentara en una de las sillas y que no me moviera por nada del
mundo. Que de todas maneras iba a conocer al nobel, pues de que sí ingresaba a
este local. Así, feliz y agradecido, me ubiqué en una de las sillas pegadas a
la pared.
No sé cuánto tiempo duró la ceremonia de investidura como doctor honoris
causa. Yo me hallaba envuelto por una rara emoción y un cierto desconcierto.
Solo aguardaba la aparición del escritor, de una buena vez, en la puerta de la
biblioteca. Hasta que por fin apareció en la puerta una pequeña comitiva
encabezada por las autoridades de la universidad. Y entre ellos, resaltaba la
figura de un señor mayor, en impecable terno azul marino, más o menos alto, con
sus patillas largas y llenas de canas. Era Camilo José Cela. El premio nobel
avanzó hacia los libros y en su paso nos saludó con sus manos grandes a los que
nos encontrábamos sentados. Increíblemente me saludó con sus manos mágicas y yo
le respondí el saludo.
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