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jueves, 14 de enero de 2010


VIAJE A LAREDO, LA TIERRA DE JOSÉ WATANABE

( crónica )


“El algarrobo se inclina como una nube verde
sobre la única bodega del pueblo.
Detrás del mostrador humilde
una grácil jovencita lleva nuestra mirada
a un tiempo sin malicia”.

José Watanabe.


UN 30 DE DICIEMBRE DECIDÍ VIAJAR A TRUJILLO. Me fui al paradero Fiori (el cruce de la Panamericana Norte con la av. Tomás Valle) y busqué el boleto más barato. Encontré uno de 20 soles. Así que, contento ocupé mi asiento. Mi compañero de asiento resultó un niño que a esa hora (10 p.m.) cenaba un cuarto de pollo a la braza. Se chupaba los dedos con tanto deleite que me provocó, pero preferí olvidarme de la comida.
Murga Express avanzaba raudo por la Panamericana hasta llegar al control policial a la altura de Ancón. Entonces, subieron unos policías y nos enfocaron con sus linternas. “¿Todo en orden, señores?”, nos preguntaron. Nadie dijo nada. Queríamos que el vehículo avanzara ya. En eso, subió otro policía que parecía el sargento García de la serie el Zorro. El gordo dijo: “Señores, este carro no sigue el viaje”. Todos nos paramos a reclamarle los motivos. “Le falta un foco de señal en el faro derecho”. “La canción, ahora quién podrá salvarnos”, dijo mi compañero de asiento. Y el Chapulín Colorado apareció: era el chofer. “Señores, no se preocupen, lo solucionamos en un cinco”. El carro dio una media vuelta; regresamos a unas cuadras en la búsqueda de un mecánico. El Chapulín estacionó el ómnibus y comenzó a llamar al mecánico. Al cabo de unos minutos un somnoliento hombre se asomó por una de las ventanas, preguntó qué queríamos. Al poco rato bajó y reparó el faro derecho. Y por fin salimos rumbo a la tierra de José Watanabe. Toda la noche no dormí; contemplé, pegado los ojos a la ventana, el mar que se movía como un animal infinito, las formas femeninas del desierto, la oscuridad, el silencio, los pueblos dormidos. A las 6 a.m. del 31 de diciembre arribamos a Trujillo.

Después de recibir el Año Nuevo en las pestilentes playas de Huanchaco (este será motivo de otra crónica), a las 8 a.m. del 1 de enero me preparé para iniciar el viaje más esperado desde hace mucho tiempo: conocer la casa donde había nacido el gran poeta José Watanabe (1946-2007). Salimos hacia la av. Larco Herrera, allí tomamos una combi que nos llevó hasta el distrito de Laredo. Es un viaje de unos 20 minutos. Le supliqué al cobrador que nos dejara en la puerta del mercado principal de Laredo. Supuse que en un mercado donde confluyen personas de todas las direcciones de Laredo, alguno de ellos, me indicaría la dirección de la casa del poeta. Emocionados nos bajamos en el mercado. Era el típico mercado: inmenso y desordenado. ¡Al fin estábamos en el corazón de Laredo! Lo primero que hicimos fue ubicar la sección de juguerías. Nos tomamos un ponche especial. La señora que nos atendía nos aseguró que el jugo estaba preparado con las frutas de Laredo. El zumo estuvo delicioso. Entonces, al momento de cancelar la cuenta, como entrando en confianza, le pregunté si conocía la casa de José Watanabe. “¡Quién es ese señor! No. No lo conozco”, nos dijo, mientras nos sonreía. Salimos de la sección de las juguerías. Bueno, nos decíamos, una señora que vende jugos no tiene por qué conocer a Watanabe. Comenzamos a recorrer por distintos secciones del gran mercado de Laredo. En cada esquina, sopesando a una persona que aparentaba, según nosotros, ser un lector. Nos acercábamos cuidadosamente y le preguntábamos: “Señor, disculpe, conoce usted la casa del poeta José Watanabe?”. Y preguntamos como a 20 personas y nadie conocía al poeta. “Nunca he escuchado ese nombre”; “¡Qué, hay un poeta de Laredo!” y otras expresiones similares nos fueron lanzados como respuestas, ante nuestra desesperación. Es cierto, la gente no lee, entonces, a quién se le ocurriría interesarse por un poeta así sea su vecino. “¿Qué hacemos?”, nos preguntamos. Vamos hacia el municipio de Laredo. Allí, al menos una persona debe saber algo de Watanabe.

Tomamos un taxi que nos dejó en la puerta de la Biblioteca Municipal. Al bajarnos del auto y dirigir la mirada hacia la fachada de la biblioteca, sentimos un alegría. ¡La biblioteca se llamaba “José Watanabe Varas”. “Aquí está la respuesta”, nos dijimos. Casi corriendo llegamos a la puerta del local. Estaba cerrado. Claro, era el 1 de enero. Feriado. Ninguna persona, ni siquiera el más amante de la poesía estaría a estas horas en la biblioteca. Era las 10 a.m. Para nuestra buena suerte, apareció un joven, se le veía sobrio. Se quedó parado en la puerta de la biblioteca. Entonces, corrimos. Lo abordamos. “Disculpe, trabaja usted acá”. “Sí, pero hoy no atendemos”. “No queremos la biblioteca; solo queremos saber el lugar donde nació José Watanabe. Además, aquí le han puesto su nombre a la biblioteca”. El joven nos dijo, para nuestro alivio, que sí sabía dónde había nacido el poeta. El corazón se nos puso muy contento. “José Watanabe no ha nacido en Laredo mismo, sino en Barraza”. “Tomen el carro que los saque a la carretera que va a Trujillo. Es a la salida de Laredo. Allí tomen una mototaxi que los llevará hasta Barraza”. Le agradecimos y seguimos al pie de la letra sus indicaciones. Mientras, la mototaxi nos llevaba por una carretera asfaltada y moderna que cortaba en dos los grandes sembríos de cañas de azúcar; yo asociaba el nombre del lugar donde había nacido el autor de Piedra alada con el chato Barraza, un cómico limeño muy conocido.

En un recorrido de unos 15 minutos arribamos a un pequeño poblado. Era Barraza: la tierra de Watanabe. Claro. Barraza pertenece al distrito de Laredo. Sentía una emoción. Quería saber ya donde estaba ubicada la casa del autor de El huso de la palabra. Miramos en distintas direcciones. Ante nuestra vista apareció un bucólico poblado que se formó en torno a una gran hacienda azucarera. Al frente vimos el estadio. Allí se hallaban sentados en torno a una caja de cerveza, un grupo de jóvenes y ancianos; seguían celebrando el Año Nuevo. Nos acercamos y los saludamos. Al grupo le preguntamos si conocían la casa donde había nacido el poeta José Watanabe. Todos se quedaron morándonos por unos segundos; luego, al unísono nos respondieron que no conocían esa famosa casa. “Además, estas no son casas. Son casitas, nomás”, nos dijo uno de ellos. “Y ahora qué hacemos”, nos reprochamos. Cuando uno de los jóvenes nos dijo: “¿Ven esa callecita allá al frente, donde se ve ese algarrobo que da sombra?”. “Sí”. “Vayan hasta allí, y van de frente hasta llegar a la esquina final”. “Ya”. “Allí vive, don Adalberto. Es un viejito que tiene como 90 años. Él conoce a los de antes”. “Gracias”. Caminamos siguiendo las indicciones. Nos sentamos bajo la sombra de ese viejo algarrobo. Era como el mediodía. Los rayos solares sacaban chispas al mismo suelo. La primera casa que forma esta callecita caliente era una bodega. Pedimos una raspadilla de lucuma. Sentados en la vereda de la bodega nos refrescamos. Y al momento de pagar, le preguntamos a la señora buena gente que nos atendió, si al final de esa callecita vivía don Adalberto. “Sí, allí en su puerta debe de estar sentado. Ese viejito siempre para allí buscando contarle historias a quien se le acerque y le invite una bebida”. Le agradecimos y fuimos en la búsqueda de don Adalberto. Al llegar al final de la calle, vimos al frente el inicio de un inmenso sembrío de cañaverales. Era hermoso el paisaje. Barraza está rodeado de cañaverales; más al fondo emerge el desierto amarillo y hermoso; más arriba el cielo azul, limpio y sin nubes. “En esta arcadia nació Watanabe”, nos dijimos. Y vimos una pequeña lagartija que se nos cruzó. “Es uno de los versos de Watanabe”, sonreímos. Y cuando levantamos la mirada, vimos a don Adalberto. Estaba sentado en una hamaca. Nos sonrió y saludó con sus dos manos de plátanos grandes. Nos acercamos y le deseamos el feliz año. Le contamos que veníamos de Lima para conocer la casa donde había nacido Watanabe. Nos pidió que nos sentáramos a su lado, en una banca que nos alcanzó y nos dijo si le podíamos invitar una cola heladita. Salí corriendo a comprarle uno de litro. “Sí, recuerdo a su padre, era un japonés bien serio. No hablaba mucho. El señor murió hace tiempo que ya ni recuerdo cuándo”: Se tomó un sorbe del pico de la botella de gaseosa. Se paró y nos llevó a la otra callecita, paralela adonde estábamos. Y con el dedo apuntó al otro extremo. Se veía una casita de un piso de fachada blanca. Era una típica vivienda de campo. “Allí nació el poeta. Hace años venían, creo sus hermanos, pero ahora está cerrado. Nadie vive allí. No sé si seguirán siendo los dueños o lo habrán vendido”. Entonces, ya aliviados por la ubicación de la casa. Nos sentamos junto a don Adalberto. Nos contó sobre la época dorada de Barraza, cuando vivía mucha gente que trabajaba en los cañaverales. Le escuchamos con agradecimiento, luego nos despedimos. Y a toda carrera llegamos a la puerta de la casa de Watanabe. Nos sentamos en su vereda. Palpamos sus paredes blancas. Nos tomamos unas fotos en la puerta. Imaginamos a José Watanabe, de niño, saliendo y entrando de su casa, sentado en su puerta contemplando lagartijas o jugando con sus hermanos en estas calientes callecitas.

Volvimos al mercado de Laredo. Era las 2 p.m. Preguntamos por la señora que preparaba el mejor menú. Nos señalaron un puesto donde atendía una señora alta, gorda y guapa. Sus hijas se parecían a ella. Nos sirvieron una sopa de cordero de los dioses, un abundante cabrito norteño. El almuerzo estuvo delicioso y abundante. Era cierto lo que decía Gastón Acurio. La mejor comida está en los mercados populares y no en los restaurantes cinco estrellas.

Ese mismo año que conocimos la casa de Watanabe. Nuestro querido poeta falleció. Aunque no fue mi familiar, cuando escuché la noticia de su muerte, me quedé conmocionado. Le había escuchado leer sus poemas en San Marcos en diciembre pasado. El 1 de enero conocí su casa en Laredo. Al día siguiente de su muerte salió en todos los periódicos de Lima. Me compré todos los diarios donde hablaban de la lamentable pérdida del poeta. En una de esas páginas vi fotografías familiares del poeta. Entre ellos, distinguí uno en especial. Allí se ve a José Watanabe junto a uno de sus hermanos, sentado en la puerta de su casa de Barraza. Era la misma imagen que conocimos y fotografiamos. Al reconocerlo en todos sus detalles, tal como lo habíamos visto el 1 de enero, lloré. José Watanabe, el gran poeta, se fue cuando mejor escribía. Se fue cuando sus libros ocupaban los primeros lugares de venta en España. Se fue cuando más queríamos que siguiera escribiendo poemas: perfectos y hermosos.